El abuelo que nunca conocí y la enfermedad que me obliga a cargar un pastillero todos los días comparten algo en común: son japoneses.
Elizabeth, mi madre, descubrió que su verdadero apellido se escribía en kanjis poco antes de casarse.
Mi enfermedad tiene nombre de señor nipón.
El centro es un punto marcado en el plano, un punto en la nada, dentro de un espacio modelado especialmente para sostenerlo, para retener dentro del plano al punto; un punto es una marca de silencio dentro del espacio, el principio de un círculo, un epicentro; existen diferentes tipos de silencio dentro del plano, y del espacio en silencio surgen todas las figuras conocidas en la tierra. El centro es una explicación del mundo. Un punto de partida. Pienso en la expansión del espacio, infinitamente.
Un mazapán está hecho de cacahuates triturados y azúcar procesada. Es lo más parecido a un pan, pero sin gluten. Sí el dulce, sí un poco la consistencia, sí incluso el color, sí su adaptabilidad para comerlo con chocolate o con café por las mañanas, pero también por las noches; sí en el desayuno y en la cena, sí a todo pero, sobre todo, sin proteínas que destruyan mi sistema inmunológico.
Esto último no está comprobado, pero prefiero no arriesgarme.
Siempre imaginé que la quimioterapia se trataba de cuerpos y máquinas, cuerpos adentro de máquinas cuya irradiación de cierta manera hacía desaparecer lo que estaba mal.
Algo no funcionaba bien y entonces a las personas las metían en esta máquina de rayos para que salieran totalmente curadas.
O eso creía.
Pienso en la perfección de las figuras dentro del plano, en este espacio se encuentran todas las formas posibles, aquí es en donde nacen las primeras líneas que fundaron el fondo del mundo, esta base primero plana luego redonda luego elipse, de cuya fórmula surge un mismo origen: un punto en el centro, una ínfima marca para indicar el principio de todo, para cubrirlo todo, para abarcar todas las forma posibles y perfectas. Pero el centro es subjetivo, el centro de mi cuerpo, por ejemplo, es indefinido, ¿dónde empiezo yo y dónde el mundo? Al cuerpo es difícil delimitarlo. Ojalá existieran los cuerpos liminales. El cuerpo, este cuerpo, no es perfecto.
Hasta antes de ser diagnosticada creía en muchas cosas.
Creía, por ejemplo, en los Reyes Magos. Pero aprendí en la iglesia cristiana que las mentiras eran un pecado. Mentir sobre la existencia de otros seres, personas que bajaban del cielo todos los seis de enero para dejarte regalos, era pecado. Creer estaba mal, y dejé de hacerlo.
También creía que debajo del suelo de concreto del patio del tercer piso de mi casa había fósiles, y pasaba las tardes tratando de encontrar tan siquiera un hueso, uno pequeño, me decía. Nunca encontré ningún dinosaurio.
Después de tres sesiones de quimioterapia me prohibieron comer gluten. Hay una teoría que dice que las enfermedades autoinmunes empeoran con el consumo de esta proteína.
Creía que el pueblo de mi padre, ubicado a las faldas del Popocatépetl, se había llenado de ceniza porque el volcán estaba triste.
Un círculo es una línea curva cerrada cuyos puntos equidistan de otro situado en el mismo plano que se llama centro, a los círculos en el mundo les pertenece la certeza de no estar atados a un número determinado de ejes.
Creí, siempre, en que la salud eran sólo jarabes de cereza y pastillas enormes, difíciles de tragar. Pero eso nunca fue lo importante.
Creer es sólo aferrarse a la última opción. Creer es más fácil que sentir.
Los japoneses odian las cosas las dulces. El kanji que representa este sabor parece una casita (甘) que está siendo atacada por la lluvia (い): 甘い.
Me aferro a que esta lluvia es la reticencia que los nipones cargan en la punta de la lengua.
Cuando nací, los familiares de mi madre corrieron al hospital no por la emoción de verme, por fin, sino porque temían que mis ojos estuvieran demasiado rasgados como para que mi padre dudara de la fidelidad de mi madre, de su propia paternidad.
El tres por ciento de los niños en Tokio es alérgico al cacahuate. En muchas escuelas hay letreros con las fotos de aquellos que podrían morir si alguien lo consume. Están prohibidas las palanquetas, los snickers y, por supuesto, los mazapanes. Estos dulces no se venden en Japón.
Al escuchar mi llanto, al ver mi ombligo de fuera, al medir la distancia inusual de mis ojos, el médico supo que algo andaba mal. Los ojos rasgados eran lo menos importante en ese momento.
El señor Hashimoto descubrió la enfermedad autoinmune que lleva su nombre.
Imagino que mi abuelo tenía el mismo apellido que la enfermedad. Ytzel Maya Hashimoto dirían mi certificado de nacimiento y mi identificación oficial. En el pasaporte y en la visa el Hashimoto les parecería extraño a los trabajadores de las aduanas y me harían preguntas sobre esta ascendencia japonesa que desconozco.
Me obsesioné con los mazapanes porque extraño comer pan sin que tenga que preocuparme por despertar adolorida, sin poderme levantar, después de no haber dormido nada, o después de un par de pesadillas que confundo con alucinaciones.
Despierto gritando y todavía no entiendo sobre qué va esta obsesión de mi cuerpo indefinido, distante, con los mazapanes.
O eso quiero creer.